Por Maximiliano Ripani (*)
En la Argentina, las denuncias por estafas virtuales aumentaron de manera sostenida en los últimos años. Según datos oficiales y de asociaciones de consumidores, una de las poblaciones más afectadas son los adultos mayores. Lejos de ser un fenómeno aislado, se trata de un problema estructural que combina el avance de la digitalización con la falta de preparación de ciertos sectores sociales para enfrentar las trampas del mundo online.
Las llamadas “ciberestafas” son, en términos simples, engaños que utilizan la tecnología como vehículo. Pueden manifestarse a través de un correo electrónico, un mensaje de WhatsApp, un llamado telefónico o una página web falsa. El objetivo siempre es el mismo: obtener dinero o información personal que permita acceder a cuentas bancarias, tarjetas o plataformas digitales. Dicho de otro modo, el clásico “cuento del tío” que durante décadas recorrió barrios y pueblos argentinos, hoy encontró un nuevo escenario en las pantallas de celulares y computadoras.
Un problema en expansión

El auge de la digitalización de trámites bancarios, servicios públicos y compras cotidianas creó un entorno propicio para que los delincuentes adapten sus técnicas. Muchos adultos mayores se vieron obligados, especialmente a partir de la pandemia, a utilizar aplicaciones móviles para cobrar jubilaciones, pagar impuestos o recibir turnos médicos. Ese salto tecnológico, necesario y en muchos casos positivo, abrió a la vez una ventana de exposición.
Mientras los más jóvenes suelen detectar con mayor facilidad señales de alerta, como un link sospechoso, una ortografía deficiente o un remitente extraño, las personas mayores tienden a confiar más en la autoridad que se presenta en pantalla. Si el mensaje dice ser del banco, de ANSES o de una obra social, hay mayores probabilidades de que lo den por válido sin demasiadas dudas.
De acuerdo con relevamientos de la Unidad Fiscal Especializada en Ciberdelincuencia (UFECI), los fraudes digitales vinculados a adultos mayores se triplicaron en el último año. En muchos casos, no se trata de grandes sumas millonarias, sino de ahorros personales que, al nivel de cada víctima, representan pérdidas devastadoras.
Los mecanismos más comunes
Aunque el repertorio de tácticas es amplio, existen algunos métodos que se repiten con frecuencia:
Phishing: correos electrónicos o mensajes de texto que imitan a entidades reconocidas, bancos, organismos estatales, plataformas de pago, e invitan a ingresar datos en sitios falsos. Se aprovechan de la urgencia: “su cuenta será bloqueada”, “tiene un beneficio pendiente”, “regularice su situación ahora”.
Vishing: llamadas telefónicas donde un supuesto representante del banco o de un organismo pide “verificar datos” o “instalar una aplicación de seguridad”. En realidad, esa app otorga acceso remoto al teléfono.
Robo de cuentas de WhatsApp: los delincuentes envían un código de seis dígitos y convencen a la víctima de compartirlo. Con ese dato, toman control de la cuenta y desde allí contactan a familiares o amigos pidiendo transferencias “urgentes”.
Falsos premios o beneficios: desde bonos extraordinarios hasta reintegros por consumo, la estrategia apunta a despertar entusiasmo y que la persona entregue datos de tarjeta o clave.
En todos los casos, el denominador común es el uso de la confianza y la urgencia para forzar decisiones rápidas.
¿Por qué los adultos mayores?
Existen factores culturales y sociales que explican esta vulnerabilidad. Los adultos mayores crecieron en un entorno donde la palabra de un empleado bancario o un funcionario tenía un peso incuestionable. Trasladada al mundo digital, esa confianza se convierte en un punto débil: un correo con logo institucional o una voz firme al teléfono bastan para dar verosimilitud al engaño.
A esto se suma la brecha digital. No se trata solo de acceso a dispositivos, sino de habilidades para manejarse en un ecosistema que cambia constantemente. Las interfaces de aplicaciones se actualizan, las medidas de seguridad se renuevan y los delincuentes ajustan sus métodos al mismo ritmo. Para alguien que no se siente cómodo con la tecnología, cada cambio puede ser desconcertante.
Otro elemento es el factor emocional. Muchas estafas juegan con el miedo (pérdida de beneficios, de cuentas, de ahorros) o con el afecto (un supuesto hijo o nieto pidiendo ayuda). En contextos de soledad o aislamiento, la probabilidad de caer en la trampa aumenta.
Consecuencias económicas y sociales
El impacto de las ciberestafas en adultos mayores no se limita a la pérdida de dinero. También tiene consecuencias emocionales profundas. La vergüenza, la sensación de haber sido ingenuo y el temor a volver a usar herramientas digitales generan desconfianza y retraimiento.
En términos sociales, esto refuerza la exclusión. Una persona mayor que fue víctima de fraude tiende a evitar medios electrónicos, lo que la margina de trámites y servicios cada vez más digitalizados. A su vez, las familias también se ven afectadas, ya que en muchos casos deben asistir económicamente o brindar acompañamiento constante para reducir el riesgo.
En el plano empresarial, el fenómeno tampoco es menor. Bancos, fintechs, aseguradoras y prestadores de salud enfrentan reclamos, demandas legales y pérdida de reputación cuando sus clientes, especialmente jubilados, resultan víctimas de fraudes que usaron su nombre como fachada. Aunque la institución no sea responsable directo, la percepción social suele vincular el engaño con una falla de seguridad.
Combatir este problema requiere un enfoque integral que combine educación, tecnología y acompañamiento.
Educación digital adaptada: talleres en clubes, centros de jubilados, mutuales y universidades de la tercera edad que enseñen a detectar señales de fraude. Explicar, por ejemplo, que ningún banco pedirá una clave por WhatsApp, que las entidades oficiales nunca envían enlaces para “verificar datos” y que los premios demasiado generosos suelen ser falsos.
Simplificación de trámites: cuanto más sencillo y claro sea el proceso digital, menos margen habrá para la confusión. Interfaces confusas o sobrecargadas son terreno fértil para que un delincuente simule pantallas falsas.
Tecnología de protección: autenticación de dos pasos, alertas de movimientos sospechosos y sistemas de bloqueo automático ayudan a reducir el margen de maniobra de los estafadores.
Acompañamiento familiar: así como antes se acompañaba a un adulto mayor al banco para retirar efectivo, hoy resulta clave acompañarlo en el uso de aplicaciones o servicios digitales, al menos en las operaciones más críticas.
Campañas de concientización: desde medios de comunicación hasta organismos estatales, la difusión constante de ejemplos concretos puede generar una memoria colectiva que funcione como barrera preventiva.
Las ciberestafas a adultos mayores son un espejo incómodo de nuestra sociedad. Por un lado, muestran la capacidad de adaptación del delito a los tiempos digitales.
Por otro, revelan las deudas en materia de educación y acompañamiento para sectores que no crecieron con la tecnología. No se trata de culpar a las víctimas, sino de reconocer que la vulnerabilidad es estructural.
En definitiva, proteger a los adultos mayores frente a este fenómeno no es solo un deber ético, sino también una inversión en confianza social. En un mundo donde la digitalización es irreversible, el verdadero desafío no es impedir que la tecnología avance, sino garantizar que nadie quede atrás ni quede expuesto a riesgos que podrían evitarse con información, empatía y responsabilidad compartida.
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(*) Columna de opinión por Maximiliano Ripani, experto en Ciberseguridad de ZMA IT Solutions (www.zma.la).